Para mandar sólo hay que tener una posición de fuerza. Desde una posición de fuerza basta con decir qué se quiere dentro de tu campo de actuación y tus trabajadores lo harán. Desde una posición de fuerza podemos contradecir a nuestros empleados, sin importar que ellos tengan más experiencia o sepan más que nosotros, o que sistemáticamente y a veces de forma inconsciente convirtamos su trabajo en una rutina insoportable. Desde una posición de fuerza, en definitiva, podemos mandar.
Pero esa posición también nos permite "dirigir", que no es exactamente lo mismo. Es cierto que una de las acepciones de "dirigir" es "gobernar", pero ésa es sólo una de entre las diez definiciones que le otorga la Real Academia de la Lengua. Las otras nueve se basan casi todas en un modo de guía o consejo para conseguir un objetivo.
Incluso una posición de fuerza también nos da mejor opción que los demás a ser "líder", a estar atento a los problemas laborales individuales y de equipo con objeto de encaminarlos hacia los resultados de deseados, a motivarlos para que se impliquen en la tarea y acometan nuevos proyectos con empeño. En otras palabras, la función de un líder está relacionada con servir al equipo; esto es, estar para solucionar los problemas de los equipos, no para crearlos. A este respecto y en la medida de lo posible, debe fomentar la felicidad de los trabajadores.
Para los que quieren buscar un beneficio práctico en esta conducta, la felicidad de los trabajadores no hay que perseguirla necesariamente por utopías ni normas morales, sino como contraposición a la infelicidad. Un trabajador infeliz está escasamente motivado. Para un trabajador a disgusto, la empresa representa en exclusiva las horas en las que deja de hacer otras cosas. Este sentimiento es, en el mejor de los casos, neutro, y eventualmente hostil.
¿Merece la pena invertir en la felicidad de los trabajadores? Indudablemente sí. Ya sólo por el hecho de tener el poder de conseguir que las personas que trabajan satisfactoriamente vuelvan más contentos a su casa merece la pena plantearlo. En cuanto a los intereses empresariales, a la larga se pierden más recursos en lograr que los trabajadores desmotivados respondan bien que lo que se invertiría tratando de aportar un ambiente laboral que potencie la felicidad. Entre otros motivos, esto es debido a que las acciones correctivas tomadas para conseguir que quienes no quieren trabajar trabajen suelen derivar en recorte de condiciones tanto para pecadores como para justos. El resultado es que quienes no trabajaban antes siguen sin trabajar y los que trabajaban antes sienten que se les castiga sin motivo. La degradación de la motivación de los trabajadores sigue una progresión geométrica.
En contra de lo que puede parecer, un ambiente feliz no requiere de futbolines o salas de masajes. Tampoco de subidas de sueldo ni de más días de vacaciones. Esos beneficios se aprecian los primeros meses, pero a continuación se convierten en un derecho adquirido: si mi jefe, mi empresa o mi entorno me hacen sentir mal sistemáticamente, me sentiré mal cobre lo que cobre, porque el dinero no puede suplir todo el tiempo una mala emoción; es como mezclar peras con manzanas.
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